27 julio 2007

Polémica

Con retraso, voy a comentar la polémica sobre El Jueves, el chiste, Del Olmo y la libertad de expresión, aunque me temo que mi postura no va ser ni novedosa ni ingeniosa ni aportará aspectos revolucionarios en la jurisprudencia... pero como es mi blog, la suelto y punto. Siempre he hecho mía la postura de Voltaire: estoy completamente en contra de lo que dice, pero defiendo a muerte su derecho a decirlo. El chistecito de El Jueves (el que no lo haya visto, que se lo curre un poco y lo busque él) es zafio, grosero, fácil y manido. No hubiera merecido ni dos líneas en un periódico serio si el inútil del juez Del Olmo y el meapilas de Conde-Pumpido no se hubiesen metido a la estúpida tarea de ser más papistas que el Papa.

El resultado final ha sido una publicidad inmensa e inmerecida a la revista (que se gana la fama de cañera entre sus lectores), un perjuicio a la institución de la Corona (más que por la obscenidad, por amplificar la mentira de que el Príncipe no trabaja ni ha trabajado nunca), y por último el reafirmarse en que la justicia en España es un cachondeo. Como decía Anson en El Mundo hace unos días, los periodistas están sujetos a ley, por supuesto, pero se debe actuar contra los autores de la ofensa, no contra la publicación. Si cualquier famosillo puede ir y avisar a sus abogados para que pongan cientos de querellas contra aquellos que mancillan su ¿honor?, de seguro la Casa Real se basta y se sobra para manejar la imagen pública de la Familia Real sin que los palmeros de turno tengan que salir al rescate.

05 julio 2007

Consejos

Termino por fin la lectura de "Así cayó Alfonso XIII" de Miguel Maura, que viene a ser el relato en primera persona de los sucesos que llevaron a la caida de la monarquía y la instauración de la II República, aquel 14 de Abril de 1934. La figura de Miguel Maura siempre me había causado un cierto recelo, ya que el político liberal y católico confeso, fue uno de los principales miembros de el Pacto de San Sebastián y, por lo tanto, un responsable directo de la salida del rey tras las elecciones municipales del 12 de Abril. Al terminar la lectura me reconcilio un poco con la memoria del madrileño, pues comprendo que en su ánimo estaba salvar todo lo posible ante la catástrofe inapelable que se avecinaba: el fin de la monarquía y el advenimiento de la república.



Al final del libro, Maura, con aire profético, se aventura a dar consejos al futuro rey de los españoles (él escribe esas líneas en 1962, cuando Don Juan Carlos apenas era uno de los aspirantes al futuro trono), al "inexperto Mirlo Blanco", como le llama, que seguramente se encontraría en situaciones parecidas con las que él se encontró al llegar al Ministerio de la Gobernación, en 1931. Y dice:
Primero. No viva V.M. en este Palacio. Es letal y funesto para la realeza. Es el Versalles español y debe quedar, como el francés, de simple museo.
Segundo. Cierre V.M. las puertas de su casa a eso que se llama gente bien. Rodéese de gentes inteligentes, cultas, modestas y sencillas de clase media, que le traigan a diario un buen chorro de aire de la calle. Y...
Tercero. No deshaga V.M. sus maletas. A lo mejor no le dan tiempo para rehacerlas el día de la verdad y es probable, pero mucho, que esta vez no pasen las cosas tan alegremente, tan ciudadanamente, como aquel 14 de Abril de 1931.

Consejos que sospecho el Rey ha leido y tiene en cuenta para que ese "día de la verdad" no llegue a suceder nunca. No es la única de las lecciones que podemos entresacar de las páginas de esta obra imprescindible para comprender el siglo XX en España.

01 julio 2007

Niebla

La atmósfera neblinosa de Lima quizás no tiene la literatura de otras similares como la de Londres, pero puedo asegurar que es igual de incómoda y deprimente. Siendo Perú como es un país precioso, lleno de contrastes y bellezas naturales, su capital es una ciudad fea sin paliativos. A un clima deprimente y una situación más bien insulsas, se les unen el caos urbanístico y de tráfico. Conducir en esta ciudad es un deporte de riesgo que practican a diario los cientos, miles o cientos de miles de taxistas, oficiales o informales, que abarrotan las calles limeñas. A las miriadas de taxis les acompañan millones, por lo menos, de colectivos (autobuses) que tienen por costumbre detenerse en cualquier parte donde oteen un posible viajero. Y es que esos colectivos son privados, con una licencia (o no) municipal que les habilita para ir a la caza y captura de pasajeros. La competencia por captar clientes es feroz; los adelantamientos y frenazos se suceden; los accidentes también, claro. Una vez me contaba un taxista (iba yo en un "Tiko", un popular modelo de Daewoo en Lima), al ver mi cara de horror tras ignorar las señales que una policía nos hacía para detenernos en un cruce, que la única manera para no chocar era precisamente no atender a las indicaciones de los guardias de tráfico. De hecho, como he podido comprobar después, ningún coche hace caso de los policías, y quizás por eso no hay más accidentes, porque todos conocen esa regla no escrita.